Lucir las cicatrices

¿Lucirla? Sí, luzco mi cicatriz. No es un defecto. No es una mancha. No es un error. No la oculto. La luzco. Porque es el vestigio de una batalla ganada. Qué batalla, ¡una guerra! ¡De la vida contra la muerte!

Una calurosa mañana de primavera, portaba una polera liviana que dejaba ver mi pecho, y en él, mi cicatriz erguida y estoica, en la cual mi hijo mayor reparó por primera vez. Esa que llevo conmigo desde que nací, o desde que renací. No es que haya llegado al mundo con ella, pero es como que así fuera, porque fui operada días después de nacer. Si no hubiera sido intervenida quirúrgicamente en ese momento, de manera exitosa, con el corazón literalmente abierto, y que dejó esa cicatriz como huella, no estaría hoy luciéndola en los días soleados y estivales.


¿Lucirla? Sí, luzco mi cicatriz. No es un defecto. No es una mancha. No es un error. No la oculto. La luzco. Porque es el vestigio de una batalla ganada. Qué batalla, ¡una guerra! ¡De la vida contra la muerte! Una vez, cuando era adolescente, un médico cardiólogo me dijo “la vida nos hizo un gallito contigo, y nosotros le ganamos[1]”. ¡Qué responsabilidad para mí, frente a mi presente, me significó ese comentario!


El día en que contraje matrimonio, vestía un escotado vestido blanco que dejaba mis hombros al descubierto, a los costados del pecho, alrededor de la cicatriz. Mientras me colocaba colorete en las mejillas, la maquilladora me preguntó si tapaba, o al menos disimulaba, mi cicatriz con el maquillaje, a lo cual yo, sin pensar, respondí certeramente que no. Ella se sorprendió de mi negativa, sin entender por qué, si a sus ojos, manchaba mi terso pecho. Pero en ese momento, no se dijo más. Durante la fiesta, mi madre se refirió a la enorme dificultad y angustiosa incertidumbre vivida en mis primeros años de vida, “en donde no sabíamos cuánto tiempo estarías viva, ni con qué calidad de vida”, y el orgullo que sentía ese día al verme casándome, habiendo cumplido múltiples metas durante mi vida, “luciendo siempre tu cicatriz”. Después de escuchar esas palabras, la estilista me comentó que solo ahí comprendió por qué no quería que me aplicara maquillaje. Incluso yo misma, solo lo entendí luego de ese comentario.


Si bien crecí algo sobreprotegida, por el temor de mis padres de que, una mañana cualquiera, no despertara porque mi corazón reconstituido dejara de funcionar, con el paso de los años aprendí a conocerlo, mis verdaderas capacidades y mis límites reales. ¡He llegado incluso a practicar pole dance, sosteniendo mi propio peso en exigentes posiciones de fuerza! De pequeña, los límites me eran determinados por el miedo de otros, inculcados por el entorno más que desde mí misma - muy válidos y respetables, por cierto-. ¿Cómo no entender el miedo de una madre o un padre a que su hijo o hija deje de respirar por algún mal movimiento o un movimiento extremo? Ahora que soy mamá, y que mis hijos afortunadamente no son cardiópatas congénitos, aun así existe la preocupación de que al dormir no estén respirando. Pienso entonces ¡cuán grande debe ser la angustia para los papás cuyos hijos portan, al nacer, una enfermedad o malformación!


Yo también temí que mis hijos portaran una cardiopatía congénita. “Tienen solo cinco a seis por ciento de posibilidades de que traigan una”, me dijo mi cardiólogo, “pero yo tenía un uno por ciento de posibilidades y la porto igual”, contesté. Pero con la gran diferencia que mis hijos se gestaron en la segunda década del siglo veintiuno, donde los avances médicos y tecnológicos se encontraban ampliamente avanzados y, en caso de haber traído una, esto se hubiera sabido antes de que nacieran, haciendo que las intervenciones fuesen con mayor conocimiento, más control, y más seguras. Más lejos de la muerte.


Esa cálida mañana primaveral, mi hijo mayor me preguntó, “¿por qué tienes esa rayita ahí?”. Y yo, con la frente en alto, le expliqué “porque cuando nací, mi corazón estaba al revés dentro de mi cuerpo, entonces no podía respirar. Y los doctores me tuvieron que operar, me lo tuvieron que arreglar porque no funcionaba bien. Y cuando terminaron ese arreglo, quedó esa rayita, que es una cicatriz”. Él, con la lógica de un niño, pareció entender, ya que no replicó con otra pregunta.  


Nacer con una cicatriz y crecer con ella, me parece más llevadero de convivir con su existencia, que adquirir una en el transcurso de la vida, cuando ya tenemos una imagen formada de nuestro aspecto físico. Como es el caso de muchas personas, que en algún momento sufren de alguna enfermedad, o un accidente, y deben ser sometidos a cirugías que les dejan cicatrices. Adaptarse a verse “marcas” en su cuerpo que nunca antes estuvieron, conlleva una mayor dificultad. Es re-conocerse, volver a conocerse e identificarse con ese nuevo “yo”. Lo he vivido de cerca con mi mamá – este año 2025 - que ha debido lidiar con un melanoma alojado entre la nariz y el ojo izquierdo. Y más aún cuando es en la cara, alrededor de los ojos, una de las partes más visibles a la vista de los demás. Lo primero que miramos del otro. Su cicatriz se está formando, y le acongoja pensar en el aspecto que tomará su cara cuando termine de delinearse. Yo le digo que es la marca de una batalla ganada contra un incipiente pero no desarrollado cáncer, ¡por fortuna! Visible, sí, repentina, también, pero es el trazo de guerra y victoria. A ella y a todos aquellos que han pasado por una cirugía reconstructiva, lejos de ser algo que afea nuestro cuerpo, es la huella imborrable de una ardua lucha en la cual triunfamos[2].


Si las cicatrices no son una marca de lucha, ¿por qué nos gusta hacernos tatuajes? ¿por qué buscamos generar líneas externas a nuestra naturaleza, que las vean los otros, y que nunca se borren? Ha habido episodios en la historia mundial en que grupos de personas han sido tatuadas por otras a modo de tortura y exterminio. Frente a la pregunta de mi hijo, pensé en aquellos que fueron tatuados de manera forzada - pero sobrevivieron a esos horrores - en el holocausto. Sin embargo, hoy no lucen esas marcas, porque el dolor que les generó en el alma ha sido insuperable a lo largo de los años, a diferencia de la cicatriz por la vida que hoy notó mi hijo y que yo, con gran felicidad y orgullo, le expliqué su origen. Pienso específicamente en la protagonista del libro Los Amantes de Praga, de Alyson Richman, cuando su hija, a los cinco años, le hace la tan temida pregunta: “mamá, ¿por qué tienes esos números en la muñeca?”, y ella, buscando rápidamente un subterfugio para no entrar en la angustia de la respuesta que aludía al paso por Auschwitz durante la Segunda Guerra Mundial, le dice “porque de pequeña siempre me perdía, entonces mis padres me dibujaron estos números para que fuese más fácil encontrarme”. ¡Qué alivio y regocijo me produjo sentir la tranquilidad de poder contestarle a mi hijo tan diferente respecto a mi cicatriz en el pecho, tan propia, tan mía! Tan bella y estética.


Y es que la sociedad alaba patrones de beldad en la perfección del físico, pero, ¿no tiene acaso más belleza la fuerza de la lucha y la supervivencia ante y por la vida? ¿No tiene acaso más valor lucir una cicatriz que representa una superación, junto con la fuerza interior de las batallas internas? Esas que todos guardamos en silencio, y que esconden cicatrices físicas o emocionales, que debiéramos lucir.


Por eso, cuando mis hijos nacieron, afortunadamente, sin una malformación en su corazón, deseé que, pese a no haber tenido que librar una contienda como esa, pudieran, de igual forma, contar con la fuerza única de un cardiópata congénito.



[1] En Chile, "hacer un gallito" refiere a un juego de manos, que se juega entre dos personas que se agarran de los dedos de ambas manos (meñique, anular, medio e índice) dejando el pulgar libre. El objetivo es atrapar el pulgar del oponente antes de que él lo atrape a uno, o que se suelte. Por tanto, "hacer un gallito" apunta a una competencia entre dos personas – en este caso, dos entidades (la vida y la muerte) - mediante la fuerza. En paralelo, un “gallito” también puede referirse una persona presuntuosa o jactanciosa, que se cree superior o valiente (RAE).


[2]Manteniendo las proporciones de la situación, se me vienen a la mente los moretones que deja la práctica del pole dance: el rastro de la pelea ganadora que hemos dado con nosotras mismas, con el peso de nuestro cuerpo físico, con la fuerza de gravedad y, sobre todo, con el peso de la mente y de las creencias que tenemos sobre nosotras mismas.




Mayo 2025, segunda edición.




Comentarios

Pamela Venegas

09.04.2021 00:34

La verdad al principio no me gustaba pero después hablando con mis amistades empeze a ocupar escotes, porque realmente la veo como mi medalla de la vida, y dar gracias por respirar cada día.

p.uriarte

16.01.2021 20:17

llamativos, ¿provocadores?
Que mejor que lucir TU cicatriz?
tu triunfo personal, tu auto afirmación: pasé, pasamos con los me quieren, y estoy aquí. Es mi victoria¡¡¡

La autora

17.01.2021 16:01

Qué interesante reflexión! Muchas gracias!

P. Uriarte

16.01.2021 20:12

Karin:
Cuantos chicos con cardiopatías congénitas se avergüenzan de ellas y buscan, piden tatuarse para buscar identidad, defensa, presentarse al mundo, defenderse?? y eligen diseños ajenos, llamativ

La autora

17.01.2021 16:02

Justamente, nada de que avergonzarse y mucho de que enorgullecerse.

Comentarios recientes

23.09 | 01:53

Nada más "calentito" y acogedor que la lana 😍

Entonces se cumplió el objetivo del texto. Gracias Jeni!

23.09 | 01:38

23.09 | 01:01

Refugios... inspiradores, conectados con lo simple de la vida... Felicitaciones a la mejor!

Precioso escrito que me lleva a recordar mis refugios que tanto protejo. ¡Gracias!

22.09 | 23:36

Compartir esta página